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Alguien se encuentra con un vagabundo muy particular...
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¿Qué misterio esconde?
Lo vi por primera vez en el bulevar de camino a mi casa. No había nada especial ese día: los adoquines grises y gastados eran los mismos, las tiendas interminables no habían cambiado un ápice, ni sus exhibiciones ni sus logos; mientras que el aroma de comida rápida se mezclaba con eso indefinible de la ciudad, humo, gente, sol. A lo lejos, atisbé la hora reinando en la cima de un gran edificio: las 6:17 p.m. Habría claridad solo hasta las siete, así que sería mejor apresurarse.
Lo miré solo de reojo, como se mira eso incómodo, eso culpable de la ciudad. Tampoco ellos eran algo especial en el panorama: hacinados en los rincones más oscuros, menos observados pero más reconocidos que cualquiera de las tiendas, yacían sobre cartones mugrientos los desafortunados, criaturas opacas y misteriosas a las que la civilización casi había arrebatado su humanidad.
Uno de los que habían abandonado su temporal refugio para situarse entre dos bancos que nadie ocupaba, y así poder pedir de lo que cualquier viandante quisiera desprenderse, fue el objeto de mi atención esa tarde común. No es que soliera fijarme en cada vagabundo de camino a casa, menos en medio de una capital hirviente, pero ese me pareció nuevo por allí. Quizás me equivocaba, aunque mucho después descubriría que no.
Una barba rala y canosa le ocultaba la mitad del rostro marchito, a juego con una melena en estado similar. Un abrigo marrón, sucio y raído era lo más distintivo de su ropa, si es que algo podía destacarse. Ojos negros y aburridos. Tal vez de estar allí, tal vez de vivir así.
Él era otra mancha oscura de la calle. No debió llamar mi atención, pero lo hizo. O, más bien, lo hizo el cartel que portaba entre las manos; un triste trozo de cartón escrito con marcador rojo.
Acepto:
BTC 1NsbdyYj5zdk2YmwQ5ErRPEom92VL2D9a4
LTC LX3UdgA7fdmxXtjVPEL5PMwJwxjUMPAByU
ETH 0xb44E99Ff9f9BEeECAA56B53AC79723CdE748AFCE
El vistazo de reojo inicial se convirtió en una mirada fija en lo que mis pies desaceleraban. Junto a los misteriosos caracteres, estaba pegada una hoja de papel con lo que reconocí como tres códigos QR. Pero, ¿qué? ¿qué era lo que comunicaba en realidad aquel cartel?
“BTC, LTC, ETH”. Tres siglas desconocidas para mí hasta entonces. Por su formato y porque el vagabundo las aceptaba, deduje que eran algún tipo de moneda o método de pago. Cada una con esa larga línea alfanumérica a un lado, que no se asemejaba a una cuenta bancaria y tampoco a algún “nombre de usuario”. Me pregunté si aquel galimatías sería el equivalente al correo electrónico en PayPal y, por extensión, se me ocurrió que estas ¿monedas? tendrían que operar a través de algún medio electrónico.
En aquel momento seguí mi camino a buen paso, pero, sin apenas notarlo, el enigma ya se había filtrado por los entresijos de mi mente, picando como una infección. ¿Qué clase de vagabundo aceptaría —tendría cómo aceptar— medios de pago electrónicos? ¿Para qué los querría, de hecho? ¿Acaso no le sería más útil el efectivo y hasta algo de comer?
Aunque quizás yo estaba equivocado. A lo mejor aquel cartelito era un mensaje para alguien, una transmisión pública (y a la vez no) de alguna contraseña enrevesada por parte de algún servicio/organización secreta. Era un mensaje cifrado que solo un destinatario específico lograría revelar. A los demás, a la gran multitud, no le interesarían las palabras de otro hombre sin hogar. Llegué a imaginar que el mendigo era un agente secreto. O que había perdido una apuesta. Tal vez era un señor promedio que había perdido una apuesta en el póquer y disfrazarse de “vagabundo con cartel enigmático” había sido el precio a pagar.
Llegué a mi casa, cené y empecé a deambular por los distintos canales de televisión sin encontrar nada atrayente. El vagabundo y su cartel abandonaron mis pensamientos durante un rato, pero cuando una competencia de eructos, por desgracia, se cruzó en mi camino televisivo por segunda vez, decidí apagar el aparato e ir hacia el computador.
Mientras descendía distraído entre los post de mi Facebook, volví a pensar en aquellas siglas desconocidas. Abrí una nueva pestaña y busqué la primera: BTC.
Bitcoin (código: BTC, XBT) es un protocolo y red P2P que se utiliza como criptomoneda, sistema de pago y mercancía. Su unidad de cuenta nativa se denomina bitcoin. Esas unidades son las que sirven para contabilizar y transferir valor, por lo que se clasifican como moneda digital. Concebida en 2009, se desconoce la identidad última de su creador o creadores, apareciendo con el seudónimo de Satoshi Nakamoto. Se sustenta en la tecnología de «cadena de bloques», difícilmente falsificable y semejante a un gran libro contable, público y distribuido, en el que queda reflejado el histórico de todas las transacciones. Bitcoin se caracteriza por ser descentralizado, es decir, no está respaldado por ningún gobierno o banco central…
Oh. Criptomoneda. ¿Qué es una criptomoneda? Hmm… basada en un sistema difícilmente falsificable… criptografía… matemáticas. ¿Descentralizada? No la emite ni controla ningún gobierno. Su valor depende solo de la oferta y la demanda…
Sonaba como un disparate. Al principio se me hacía algo similar a PayPal, mas pronto descubrí que, si bien tenían semejanzas, también estaban llenos de diferencias. Ambos, podría decirse, son medios de pago electrónicos y funcionan a nivel global; siempre que haya Internet, claro. Hasta ahí llega la similitud.
PayPal no es una moneda, sino una plataforma donde depositas otras monedas (dólares, euros…). Bitcoin sí lo es. Una moneda no controlada por ningún Estado y que, aun así, se las había arreglado para valer mucho más que el dólar. Además, a diferencia de PayPal, funcionaba con criptografía muy avanzada y casi imposible de hackear. Tampoco pide ninguna clase de documento para abrirte una “cuenta”, lo cual es tan sencillo como bajarte una app a la PC o al teléfono. Usando BTC no tenías nombre ni pasado, a menos que la jodieras lo suficiente como para que ciertos profesionales se las arreglaran para rastrearte.
Fue en esa línea que tintineó la Darknet entre mi investigación: la moneda de los fondos bajos de Internet. La moneda del hacker, la moneda de Silk Road: el mercadito oscuro donde habían confluido dealers de drogas, vendedores de identidades nuevas y traficantes de armas.
No obstante, hacía años que Silk Road había cerrado y Bitcoin se mantenía muy en pie, gracias. No debido a otros mercados similares, por cierto: la fiebre ilegal parecía haber remitido casi por completo y ahora la criptomoneda era de gran ayuda en países en crisis. O simplemente para comprar cualquier cosa. Es práctica. Mucho más barata que PayPal, seguro. También se puede intercambiar por cualquier otra moneda.
Me sorprendió que algo así existiera, bajo el escepticismo pero permisión de casi todos los gobiernos del mundo, de cuyo alcance Bitcoin escapaba. Me sorprendió aún más saber que BTC no era el único: no tardaron mucho en aparecer en mi pantalla las otras dos siglas del cartel: LTC y ETH. Litecoin y Ethereum. Otras criptomonedas.
Eran un tanto distintas a Bitcoin. Una prometía más velocidad, otra aseguraba nuevos tipos de acuerdos y aplicaciones utilizando contratos inteligentes —mira tú por dónde, otra cosa cuya existencia ignoré hasta ese instante. Aparte de esas tres, el número total ascendía a las cuatro cifras. Más de dos mil criptomonedas distintas se peleaban por un lugar en el floreciente mercado.
¿Mucho “marco teórico”? Creo que ya podemos regresar al misterio del vagabundo.
Sí, bien, nuestro enigmático vagabundo aceptaba criptomonedas, pero, ¿cómo? Debías abrirte una cartera para poder usarlas. Las carteras, básicamente, podían ser aplicaciones (móviles o de escritorio); pequeños pendrives que debías guardar como cofrecitos del tesoro, cuentas en alguna página web o… trozos de papel. Vale. Podías tener el código de una cartera en un trozo de papel porque los fondos no se guardaban en los equipos y ni siquiera en las páginas/servidores de un tercero. Estaban encerrados en una ¿nube criptográfica? llamada blockchain.
Uno podría teorizar entonces que el vagabundo guardaba por ahí un trozo de papel muy valioso, pero alto: para acceder a ese dinero igual tendría que recurrir a algún otro tipo de cartera.
Ahora, digamos que lo hace. Que nuestro vagabundo cuenta con un teléfono inteligente oculto o recoge un poco de efectivo y logra que lo admitan en un cibercafé para abrir su cartera en línea y acceder a los fondos en BTC, o LTC o ETH. Allí se presenta un nuevo problema.
No muchas personas/establecimientos aceptaban criptomonedas aún; qué digo, muchos ni siquiera habían oído hablar de dichos métodos de pago. Aún si hubiese gente que comprendiera el cartel del vagabundo, que anotara sus direcciones públicas o utilizaran sus códigos QR para pasarle algún micropago desde sus propias carteras; ¿cómo gastaría esos fondos nuestro misterioso amigo? ¿Tenía acaso algún proveedor que le recibía las criptomonedas a cambio de comida y cualquier otra cosa que pudiera necesitar? O, en cambio, ¿decidiría vender esas criptomonedas a cambio de una divisa más usual, con la que pudiera desenvolverse más fácilmente?
Para venderlas así, por lo que vi, se necesita una cuenta bancaria la mayoría del tiempo. ¿Los vagabundos tenían cuentas bancarias? Tal vez los subestimaba: a pesar de su situación, eran ciudadanos, después de todo.
Venderlas por efectivo tampoco sería tan disparatado; pero el usuario promedio de criptomonedas consideraba muy peligrosa ese tipo de operación. La probabilidad de robo o de recibir dinero sucio era muy alta. ¿Alguien se arriesgaría a llevar a cabo una transacción así con un vagabundo? No es que produjera mucha confianza, la verdad. Mas quién sabe, tal vez hasta tenía un contacto fijo.
El caso es que de alguna soberana forma, ese vagabundo se las estaba arreglando para utilizar criptomonedas. La verdadera pregunta, quizás, no era cómo, sino porqué. El efectivo le causaría menos problemas, seguro.
Hay una razón por la que los vagabundos no piden PayPal, por ejemplo. En este caso, ¿obtendría mayores ganancias? ¿Era un geek venido a menos? ¿Odiaba al gobierno? ¿Quería comprar drogas? ¿Enviar remesas a algún país en crisis? ¿Tenía algún contacto que lo había convencido y le pagaba bien luego? ¿Era un proverbial fanático de la tecnología o, después de todo, sí era un agente secreto pescando a alguno que otro evasor de impuestos?
No tenía idea. El verdadero (y algo evidente) motivo del vagabundo se me escapó durante las siguientes semanas.
Quería interrogarlo, pero no volví a pasar por el bulevar esa semana. Mi novia me invitó a pasar unos días en su departamento, al otro lado de la ciudad, así que puse en pausa el asunto del vagabundo y sus criptomonedas. Para cuando regresé, el hombre ya no estaba allí y tampoco ningún cartel similar. Los demás mendigos se limitaban a pedir efectivo y aceptar uno que otro comestible.
Las siguientes semanas pasé por el mismo sitio del bulevar por donde lo había visto al salir del trabajo, pero no lo encontré. En un par de ocasiones, incluso me desvié hacia los alrededores en su busca, pero tampoco tuve suerte.
Descubrí que todas las transacciones en esas tres criptomonedas podían revisarse en un explorador de la blockchain (una página web), si tenías la dirección pública de la cartera y lamenté no haber anotado los datos de aquel cartel. Así hubiera podido saber, al menos, un poco más sobre el vagabundo y si recibía algún fondo en verdad por ese medio. Hasta me abrí una cartera yo mismo y me las arreglé para comprar unos cuantos satoshis en una casa de cambio, en caso de que lo encontrara. Me tenía casi obsesionado el tema.
Sin embargo, seguí sin encontrarlo. Decepcionado, pensé que nunca resolvería del todo el misterio del vagabundo que aceptaba criptomonedas.
Fue cuando pasé por una plaza muy al oeste del bulevar que volví a verlo. Yo venía de la casa de un amigo y, al principio, no lo reconocí en lo absoluto. Llevaba un traje azul marino casual, barba cuidada, pelo corto y se reía de la broma de una muchacha vestida con una camiseta blanca que tenía grabado el logo de Bitcoin. Ambos estaban bajo un toldo blanco con sillas y más gente alrededor, en medio de alguna clase de evento callejero.
¿Se había hecho rico de la noche a la mañana nuestro vagabundo por medio de las criptomonedas, como muchos sujetos sospechosos pregonaban que se podía? ¡Por supuesto que no! Como mencioné antes, tampoco lo reconocí en lo absoluto. No tenía idea de que aquel hombre pulcro de rostro alegre era “mi” vagabundo.
Lo que me atrajo hacia allá fue el logo en la camiseta de la joven; ese que ya había visto de sobra durante mi investigación. De modo que me acerqué a averiguar de qué se trataba todo aquello.
— Organizamos un airdrop. Significa que estamos regalando pequeñas cantidades de criptomonedas para poder educar a las personas sobre ellas; enseñarles a usarlas —me explicó la risueña joven—. ¿Ha oído sobre las criptomonedas? Nuestra próxima charla para principiantes empieza en 15 minutos. Si se queda, podría conseguir algunas gratis.
Ah. Una iniciativa educacional. Interesante, sin duda. Como no tenía mucho más que hacer ese sábado, acepté quedarme.
Durante la charla, dada por mi vagabundo favorito, me contaron más o menos lo que yo ya había investigado. Se enfocaron más en los negocios del país que los aceptaban y cómo cambiarlas por otras monedas. Para la siguiente conferencia, prometieron hablarnos más a detalle sobre las funcionalidades de Ethereum en específico; pero antes hicieron una dinámica que me dejó en evidencia.
— Ahora, para finalizar y ver quién se gana unos cuantos satoshis (la unidad mínima de bitcoin), vamos a hacer una pregunta interesante. Deben decirnos en dónde oyeron hablar o cómo conocieron las criptomonedas por primera vez. La anécdota más interesante se ganará nada menos que 100.000 satoshis —anunció el moderador, aka mi supuesto vagabundo—. ¿Qué los trajo hasta aquí, qué los interesó? ¡Comiencen!
Todo hay que decirlo, la mayoría de las historias fueron un poco aburridas: amigos que les hablaron del asunto, reporteros que alcanzaron a oír en algún canal, una tarde ociosa en ese mismo evento. El muchacho que no se cortó a la hora de confesar que había comprado maría con BTC en Silk Road quizás fue el más interesante, y le siguieron un par más sin importancia hasta que llegó mi turno.
Entonces decidí revelar la verdad.
— Tal vez no me crean —advertí—. Pero hace unas semanas iba pasando por el Bulevar Verde cuando vi a un vagabundo con un cartel que ponía que aceptaba bitcoin, litecoin y éter. Investigué qué eran las criptomonedas después, pero no logré dar con ese vagabundo de nuevo. Creo que nunca sabré cómo o porqué lo hacía exactamente. Hubiera querido preguntárselo.
El moderador se quedó en silencio unos segundos y una lenta sonrisa tintineó en las comisuras de sus labios y en sus ojos marrones. Compartió una mirada cómplice con la muchacha que me invitó… y, en seguida, los dos se soltaron en carcajadas.
Todos quedamos perplejos hasta que él confesó:
— Yo era ese vagabundo.
Hubo unas cuantas bocas abiertas, incluyendo la mía. Él continuó:
— Es parte de nuestra iniciativa. Varios de los miembros nos disfrazamos de vagabundos un par de veces y salimos con ese cartel que viste a distintos puntos de la ciudad. A mí me tocó ir al Bulevar Verde hace tres semanas ya, creo. Estuve ahí cuatro días seguidos. Causa curiosidad, ¿eh? Ver a un vagabundo aceptando otra cosa que no sea efectivo. Es una campaña publicitaria creativa, pero quizás esa realidad no esté tan lejos como piensan.
— ¿Ah, no? —inquirió el chico de la maría.
A mí aún no me calaba del todo la información.
— No —aseguró el moderador—. Se planea que unos años incluso los sectores más desfavorecidos sean capaces de adquirir teléfonos inteligentes. Puede que hasta el gobierno se los provea. Cuando eso sea una realidad y las criptomonedas se masifiquen, es probable que los vagabundos inclusive las prefieran al efectivo tradicional, porque no se necesita ninguna clase de documento para abrirse una cuenta, a diferencia de los bancos.
Su nombre es Michael. Nos hicimos amigos ese día —y yo me gané los 100.000 satoshis, por supuesto. Soy bitcoiner desde ese momento.
Muchos, muchos años más tarde, daría mi primera “donación callejera” en satoshis. Ninguno de mis hijos sabría de inmediato porqué me reí solo en la siguiente calle. Tendría que contarles.
Descargo de responsabilidad: Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos o hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o hechos reales es pura coincidencia.
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