La creación de una idea como Bitcoin, precisamente en un tiempo como el nuestro, resulta algo curioso. Parece casi una ironía de la historia concebir una tecnología como Bitcoin como uno de los productos de las investigaciones de la ciencia moderna. Más aún cuando se incluye en la reflexión una variable que, en nuestros días, podría llegar a parecer de anticuario: la ética. Bitcoin es una tecnología monetaria que reivindica valores morales –siendo su principio medular la libertad–, en una época en que los valores han perdido la importancia vital que tenían en otros tiempos. Precisemos esto.
En la modernidad, desde que Kant sentenciara la imposibilidad de conocer aquello más allá del mundo de los sentidos, la reflexión metafísica fue exiliada del conocimiento científico por no doblegarse a las exigencias de su método. La hegemonía de las ciencias naturales se impuso en el ámbito del saber; todo aquello que no pudiera ser traducido a números y dominado por el cálculo perdió la posibilidad de alcanzar un status de verdad. Con el positivismo se radicalizó esta cosmovisión. Solo lo positivo –entendido en su raíz latina positus: lo puesto en el mundo– comenzó a considerarse real. Exclusivamente lo tangible, lo objetivo, lo que tiene materia y es experimentable a través de los sentidos y a través de instrumentos que amplifican los sentidos, es concebido como real por la ciencia moderna. Las preguntas en torno al Ser, lo bello, lo justo o lo bueno, preguntas fundamentales y fundacionales del saber occidental, fueron reducidas a problemas menores; en su afán de “objetividad”, el conocimiento moderno concibe los problemas éticos –por tomar algún problema del espíritu–, como algo subjetivo. Aquí subjetivo suena a eufemismo para falso y falto de rigor; el rigor de la ciencia.
El desdén reflexivo en el ámbito de los valores ha tenido graves consecuencias. Quizás la más estruendosa de ellas pudo escucharse en Hiroshima y Nagasaki, al comprobar que no había sido suficiente evidencia los experimentos de Josef Mengele en Auschwitz. Lo cierto es que aún la ética es concebida por muchos como un problema menor, sin objetividad. En nuestros días, como ya advertía Oscar Wilde en el siglo XIX, «el hombre conoce el precio de todo y el valor de nada»; en medio del “todo vale”, los valores han sido desestimados en la reflexión epistémica.
Resulta curioso cómo ha decantado ese equívoco –en medio de una era que confunde precio con valor– en algo como Bitcoin. Si bien este producto de las investigaciones tecnocientíficas es concebido utilitariamente como una unidad de precio, la verdad es que Bitcoin es una encarnación invisible de un valor: la libertad.
La libertad es un principio esencial de Bitcoin. Y puesto que un principio es aquello a partir de lo cual algo es, parece necesario acudir al principio de esta idea para conocer su esencia. Las investigaciones para dar con una forma de efectivo digital preceden a Bitcoin. En los círculos cypherpunk de los 90, cuyo eje pivotal fue la libertad en Internet, ya se discutía esta posibilidad. El b-money de Wei Dai y el BitGold de Nick Szabo, ambos activistas criptográficos de renombre, fueron desarrollos que antecedieron a Bitcoin como medios para devolverle a los individuos la posibilidad de crear su propio de dinero y poder intercambiar valor a través de Internet sin la intromisión de terceras partes como bancos y Estados. Todo esto mediante el uso de la criptografía para garantizar “privacidad para los individuos y transparencia para los gobiernos”, tal como reza el credo cypherpunk.
No es sino hasta la crisis de las hipotecas subprime que Bitcoin irrumpe. Esta desestabilización económica, producto en gran medida de la mala praxis bancaria y gubernamental, sirvió como caldo de cultivo para el lanzamiento del libro blanco Bitcoin: Un sistema de efectivo electrónico Usuario-a-Usuario. Bitcoin surge para ser un medio de intercambios digitales que eludiera la intermediación de instituciones financieras y protegiera los capitales individuales de las políticas inflacionarias de algunos gobiernos, así como para garantizar relaciones horizontales entre individuos y combatir las estructuras verticales de poder de mando y obediencia.
El autor de este libro blanco es Satoshi Nakamoto, quien distribuyó su creación a través de una lista de correos de activistas criptográficos y realizó la primera transacción al computista criptoanarquista Hal Finney. Lo más curioso de esto, y quizás una de las causas por las que Bitcoin se convirtió en lo que es hoy, es que nadie sabe quién es Satoshi Nakamoto. Este pseudónimo aparentemente japonés es la máscara que encubre un ideal. El hecho de que el creador de esta tecnología rechazara atribuirse autoría alguna, señala la primacía de la idea, del valor, por encima del autor. Casi como el héroe romántico que elige morir por la concreción de su ideal, Nakamoto prefirió permanecer anónimo y abdicar a los honores con el fin de mantener ondeando en el aire los valores de su idea. De igual manera, con el seudónimo se elimina la necesidad de una figura central que lidere la red, obsequiándola plenamente a sus participantes. Con esto, se enfatiza uno de los principios fundamentales que se busca resguardar en la red: la descentralización.
Quizás no sea coincidencia sino una demostración de radical coherencia el hecho de que el rostro de Nakamoto permanezca invisible, así como invisible es la moneda. El giro irónico del devenir tecnocientífico se realiza cuando, proviniendo de la certeza incuestionada de que la única realidad es la material, el dinero se troca en algo invisible; tan inmaterial como unos números reflejados en la pantalla de un computador o de un celular. Y, a pesar de ello, mantenido en un registro público e inmutable que atestigua que todo el dinero transado en la red le pertenece a quien observa esas cifras como un reflejo de su pantalla. Quienes dicen que Bitcoin es una representación de valor –como si ese valor estuviera en algún otro lugar y mandara a un delegado en cifras para hacerlo presente-, están equivocados. Bitcoin es una manifestación de valor, de una idea presente en sí misma como fruto de un compromiso y de la confianza de todos los participantes de la red, tanto mineros y desarrolladores, como comercios y usuarios.
Sin duda que esta ausencia de materialidad es uno de los factores que generan mayor suspicacia entre aquellas personas ajenas a las criptomonedas. Con todo, estas son las mismas personas que utilizan Internet diariamente para sus trabajos sin darse cuenta de que, al ingresar a la red, están cruzando el umbral de lo material para abrirse a un nuevo mundo digital; son las mismas personas que confían en la ingravidez de una nube para almacenar sus archivos más preciados; son las mismas personas que no se dan cuenta que el ciberespacio supone exactamente eso, un espacio otro, distinto del espacio corpóreo. El mundo se desdobla cada vez más en dos mundos, orientándose hacia lo digital, y el dinero no escapa de ello.
Si bien resulta evidente que una tecnología del potencial de Bitcoin no hubiera llegado a ser lo que es hoy si se hubiera restringido únicamente al uso en círculos criptoanarquistas, es indudable también que fueron los valores compartidos entre este grupo de personas lo que alimentó la confianza necesaria en la tecnología para que esta floreciera. El compromiso inicial de estos individuos no provenía de un interés monetario –menos aun considerando que la tasa inicial de cambio establecida por New Liberty Standard fue de 1USD=1.309,03BTCs–, sino de la certeza en que ésta idea cambiaría para siempre el mundo de las finanzas mundiales, tan viciado y falto de transparencia.
En nuestros días, a ocho años del lanzamiento de la criptomoneda, muchas son las personas que se han introducido en este mundo atraídas por el brillo digital del precio de Bitcoin. Y con cada BTC a más de 1.000 dólares, resulta fácil entenderlos. No obstante, el sentimiento por la libertad ruge aún entre los más pragmáticos usuarios de esta criptomoneda. La libertad, el principio esencial de Bitcoin, se evidencia desde su origen en los valores compartidos por los criptoanarquistas y se expresa como la búsqueda de no interferencia en la elección individual, al permitir intercambios entre usuarios de todo el mundo sin la intervención de Estados o bancos. Asimismo, Bitcoin garantiza la libertad creadora al ser de fuente abierta y dar pie a réplicas de la tecnología que introduzcan nuevos desarrollos y amplíen sus aún desconocidas posibilidades.
La invención de Bitcoin corre al mismo paso que otros desarrollos de la era digital. Reivindica también valores propios de esta época como lo son la inmediatez del tiempo real, la globalidad, la privacidad y la reproducibilidad técnica a partir de códigos de fuente abierta. Con todo, la libertad sigue latiendo como uno de los valores nucleares de esta tecnología.
Bitcoin vino al mundo a demostrar que las ideas, si bien pueden tener altos precios, también pueden encarnar valor. El compromiso de millones de usuarios con las ideas de libertad propuestas por bitcoin son una demostración de ello. En una época en que parecía que solo los objetos materiales tienen existencia en el mundo, Bitcoin pone de nuevo sobre la mesa la importancia de los valores en las creaciones de la tecnociencia.